Atravesar Bélgica toma solo unas cuantas horas. Trenes rojos con rayas blancas y amarillas transitan repetidamente entre pueblos medievales, ciudades industrializadas y extensos campos de trigo. Generalmente hay un cielo gris bajo el cual ha confluido gente de todas partes del mundo. Se les ve caminando de prisa hacia el metro, el bus o el tranvía que los lleva a su oficina…
Recorrer Bélgica, en cambio, implica un viaje de distancias incalculables dentro de un horario surrealista de estricta atemporalidad. Es probable perderse intentando darle sentido a las figuras geométricas que forman los campos cultivados, los rollos de heno o las líneas infinitas de los caminos rurales. Sorprenderse queriendo tocar la media luna que flota sobre el campanario de una iglesia, la proyección de un hombre sobre el muro de una calle escondida, una estatua haciendo zancadilla.
Vivir en Bélgica es deambular continuamente de norte a sur en los mismos trenes rojos hasta impregnarse de ese olor a rutinas cargadas y abrigos desteñidos… y entender al fin la sencillez de un pueblo que lo tiene todo y no ostenta más que las ganas de tomarse una cerveza entre amigos, sin mayores pretensiones.