Desde Ladakh hasta Kerala cerca de dos mil kilómetros de devoción parecieran dirigirse a un solo panteón donde caben todos los dioses.
Entre vacas sagradas, ratas y elefantes, las calles se inundan cada día bajo millones de creyentes en peregrinaje hacia algún templo milenario. Se hacen paso entre los carros esquivando los tuk-tuk, dan limosna a las familias que viven en la calle y no muestran señales de bochorno bajo el calor espeso y pegajoso.
Con el paso de las horas, el ruido de la multitud se va convirtiendo en un murmullo lejano hasta que al final del camino el mundo parece detenerse en la última estrofa del canto del muecín, mientras el crujido de las llamas funerarias acompaña el silencio del Ganges y el viento invade el Himalaya de mil colores con el susurro de los rezos contenidos en cada bandera flotante.