Horizontes de Jordania

Las rutas de Jordania las vi siempre vacías. Desde el monte Nebo, los vestigios medievales o el mar Muerto, la línea del horizonte parecía flotar en un cielo desolado propicio solo al silencio y a la contemplación. Éramos pocos viajeros siguiéndole los pasos a Moisés y a Saladino, recorriendo los templos y fortalezas que en su paso dejaron babilonios, romanos, árabes, cruzados cristianos, mamelucos u otomanos. Un verdadero cruce de caminos, una encrucijada de trayectorias, guerras y civilizaciones que aún siguen transitando miles de palestinos, iraquíes y sirios.

Ejemplo de hospitalidad fueron también los beduinos del Wadi Rum que compartieron la sombra de sus carpas, nos ofrecieron té y nos prestaron un instante de vida desértica, nada plana ni aburrida, con caminos trazados en la arena que se iban perdiendo entre cañones y montañas, en un sinfín de arenisca y granito.

Los beduinos también cuidan de Petra, abandonada durante siglos después de que en la era antigua los nabateos esculpieron en sus rocas decenas de templos, canales, cuevas y esculturas. Allí, la línea de horizonte amaneció amarilla. Entre pocos visitantes y bajo cuarenta grados, caminé hasta el famoso monasterio deteniéndome en cada construcción troglodita y en los puestos de venta de las niñas beduinas que vendían collares chinos y me permitían hacerle trampa al sol. En el camino de regreso, con el atardecer, el panorama se volvió rojo y en cada roca las líneas de las capas tomaron matices blancos, azules o rosados, creando formas irreales en las paredes, ellas mismas insertas en un laberinto de piedra surrealista.