China: monólogo urbano

Beijing, Ciudad prohibida. Entro por la puerta de la Suprema Armonía, salgo por la del Valor espiritual. Entre las dos, recorro los palacios de la Eterna longevidad, la Felicidad universal la Pureza celestial, la Tranquilidad benevolente, … solo que no hay tal tranquilidad, miles de chinos me acompañan, amontonados, maravillados con la arquitectura, con el color amarillo de los techos que parecen quemarse con los rayos del atardecer. Los veo comer, hablar duro, reírse y dormir, dormir mucho porque seguramente hicieron un largo camino desde sus provincias. Afuera también somos mil, esperando entrar a la plaza Tienanmen, en tiempos de celebración del cumpleaños número setenta de la República popular, Mao nos mira pero no podemos avanzar, hay muchos controles, hay incertidumbre mientras mis vecinos chinos ríen, quieren fotos, se cuelan, no acatan órdenes aunque al final son obedientes. En todas las calles se celebra el cumpleaños, los Hutongs se visten de rojo, cada calle de estos barrios comunistas tiene sus banderas rojas, sus voluntarios motivados en busca de mayor compromiso, se me hace fascinante la vida comunitaria del universo socialista en estos Hutongs, los viejos, de los tiempos mongoles, y también los recientes, de corte soviético, son algo así como la vecindad del Chavo del ocho en versión asiática, se comparte el patio, el baño, los juegos de cartas, las sillitas bajo el portón al atardecer, las cuerdas para secar la ropa, ¿será que los calzones rojos son un requisito para algún puesto de funcionario? Y en cada entrada a la estación de metro hay dos guardias a los que les sonrío, ¿no se cansarán todo el día, todos los días ahí parados? ¿Qué piensan los guardias comunistas en una sociedad capitalista? En todas partes hay detectores de metales, levanto mis maletas para hacerlas pasar por uno, dos, tres puestos de control, y todo se me hace grande, las avenidas son inmensas, las estaciones de tren y de metro están hechas para el país más poblado del mundo. Y también en todas partes veo comida: frutas, empanadas de todas las formas y con cientos de rellenos, galletas, pinchos, pastas, sopas, insectos, órganos, todo multiplicado por mil porque es el país más poblado del mundo y en su capital nadie parece aguantar hambre.

Aquí, en Pekín y Shanghái mis pasos son un recorrido exaltante por el siglo XXI, el presente y futuro ecléctico donde todo cohabita: miles de bicicletas con la contaminación asquerosa, el Bund de rascacielos futuristas con olores de desagüe, la Coca-Cola con los rollitos de primavera, la tecnología ultramoderna pero cero conectada con el mundo externo (excepto con los VPN), VPN que yo no tengo y por lo tanto me siento incomunicada, pocos chinos hablan inglés, no veo extranjeros (o ellos no me ven) y así es que camino muchas horas hablándome a mí misma, sin parar, sintiéndome asfixiada -porque el smog y el gentío agobian- y a la vez contagiada por tanta alegría, por tanta vida desparramándose en cada esquina, por las risas de adultos-niños despreocupados que creo ver a cada rato, por lo chistoso que se siente que unos me empujen y otros me paren para sacarme fotos, pensando que a pesar de todo no puedo dejar de sentir una admiración por un pueblo que le ha trabajado tanto a un proyecto de sociedad y culturalmente se es suficiente a sí mismo.

Luego mi monólogo se prolonga fuera de Pekín, en la muralla, donde camino más de cinco kilómetros con muy poca gente a mi lado. Aquí no admiro el muro en sí (al fin y al cabo una barrera más para separar a los hombres), aquí me impresiona la fusión perfecta entre la naturaleza y el invento humano, miles de kilómetros de camino construido sobre las crestas de las montañas. Deambulo por las curvas sin ningún ruido que interrumpa mis pensamientos, retomando ahora sí la poesía de los nombres chinos: la Suprema Armonía, la Felicidad universal, la Tranquilidad benevolente…